El pasado presente

«El mejor profeta del futuro es el pasado» Lord Byron

Resignificar. Historiar.

«¿Qué hacer con el pasado? ¿Recordarlo, repetirlo, reelaborarlo (¿re-laborarlo-re-valorarlo?), olvidarlo, enterrarlo, desterrarlo, suprimirlo, escucharlo, resignificarlo, mitificarlo, construirle monumentos o tumbas, gozar de destruir ambos o todo lo contrario? ¿Hay que hacer algo forzosamente con él?»

En toda experiencia humana hay un momento en que determinada experiencia no alcanza a ser pasada por el lenguaje: no hay palabras que puedan nombrarla y se produce una marca que toca el cuerpo y queda como fijación. Esa marca de ahí en adelante llama a una repetición del acontecimiento traumático. Trauma es el nombre que le ponemos a aquello que no puede ser pasado por el aparato de simbolizar ni de imaginarizar. El trauma es universal, no hay ser humano sin trauma porque por estructura, el lenguaje no alcanza para decirlo todo. En la infancia de cada cual hay algo que produce un efecto en el cuerpo y que no puede ser atrapado con las coordenadas simbólicas con las que el niño cuenta en ese momento. Es algo que no tiene otro autor más que la estructura, pero el aparato psíquico rápidamente va a trabajar para atribuirle un autor, organizar un poco las cosas en una ficción que es lo que Lacan va a llamar la novela familiar del neurótico.

El trauma es un acontecimiento singular para cada uno. No hay acontecimientos que sean traumáticos en si mismos. Una misma experiencia puede ser vivida como traumática por una persona y no por otra. La condición para que algo sea traumático es que en el momento en que se vivió no pudiera ser simbolizado.  Este recuerdo banal, donde puede localizar su malestar ante la alegría de los padres al venir de la fiesta, que para la niña muy pequeña que era en aquel momento era una algarabía sin sentido que no podía entender, permite construir el agujero en lo simbólico. Es un ejemplo de trauma diferente de lo que se suele entender por lo traumático.

En otros casos se puede localizar lo traumático como la idea más clásica de un acontecimiento vivido por el sujeto que produce un intenso afecto doloroso, pero no siempre es algo “extraordinario”. Puede ser por ejemplo la tristeza de una madre deprimida que el niño no puede comprender. En general todo aquello que produce un efecto de “exceso” imposible de tramitar a través de las palabras puede tener un efecto de trauma, de agujero en la estructura.

El síntoma para el psicoanálisis, entonces, es una defensa frente a lo imposible de soportar, frente a algo que el sujeto no pudo hacer entrar en lo simbólico, y siempre hay algo de esa naturaleza. El trabajo del análisis es reconstruir la necesidad de ese síntoma: por qué y para qué surgió: qué vino a resonar con ese agujero en la estructura, qué reactualizó el trauma. Para eso el analista tiene que saber detectar qué parte del discurso del paciente corresponde, no a su discurso consciente, sus explicaciones conscientes sobre lo que le pasa, sino a algo de otro orden, de un orden lógico, podríamos decir. Algo que se repite, por ejemplo, una articulación curiosa… El analista no le dice, lo que yo entiendo que tu quieres decir es tal cosa, no apunta al sentido común, a la realidad construida por los discursos comunes, sino a lo real, lo que no pudo inscribirse y que funciona como causa de todo lo que un dice, porque finalmente, en un análisis uno puede darse cuenta de que siempre habla de lo mismo. El analista apunta a hacer un corte en ese falso discurso, que es falso, no porque no sea sincero, es lo que el paciente sabe, sino porque es un discurso que al sujeto le es totalmente inútil para avanzar en su sufrimiento.

Entonces, no hay que precipitarse en comprender, porque lo único que conseguiríamos es detener el discurso y alimentar ese síntoma con sentido. Es más interesante que el sujeto pueda tomar su síntoma como enigma que, no obstante, quiere decir algo.

Aquí me parece pertinente introducir una pregunta que a menudo se escucha, sobre si hablar de lo que a uno le pasa hace siempre bien. Es una idea muy extendida, la de que hay que “sacar las cosas”, no quedárselas dentro, etc. Pues bien, el caso es que no siempre hablar hace bien, o mejor dicho, hablar de cualquier manera no siempre es bueno, y en el análisis no se trata de hablar por hablar. De hecho, darle libre curso al inconsciente en un circuito sin final más bien engorda el síntoma, lo nutre de goce, que es satisfacerse en el sufrimiento. La cuestión es cómo contrariar esa inflación de sentido y producir la caída de ciertas posiciones que tienen que ver con el sufrimiento del sujeto. Para lograr eso el analista tiene que molestar algo y evitar situarse como un alma buena que comprende al paciente, se pone en su lugar y lo compadece.” Beatriz garcia